Por David Páramo

Quizá porque iba como “mal tercio” de mi amigo de la infancia, ahora entrando en la adolescencia, y su ahora esposa, o quizás por la gran pasión que tenía por la música de metal, especialmente Iron Maiden, cuando vi Footloose con Kevin Bacon me pareció una película ridícula.
¿Cómo era posible que un tipo bonito, buen bailarín, cambiara radicalmente a toda una población con baladas melosas y pegajosas? … O algo así dije mientras cenaba tacos con la cursi pareja que se empeñaba en sacarme de mis lecturas tan obsesivas (como pueden serlo a los 17 años) con William Blake o cualquier otro de los poetas malditos, que me parecían profundamente cool, con frases matadoras como “Por el camino del exceso se llega a la virtud”.
Los hechos, con el paso del tiempo, se encargaron de demostrar lo equivocado que estaba, no sólo sobre la influencia de la música en la sociedad, sino en muchas otras cosas… Lo que no ha cambiado es mi pasión por el metal, ni por los poetas malditos.
Los grupos de K-pop han revolucionado no sólo la música, sino también la visión que se tiene de Corea del Sur, que parece vivir con varios siglos de ventaja sobre sus vecinos del norte, quienes aún están aferrados a formas propias de principios del siglo XX, o que quizá comienzan a regresar, de la mano de populistas de todas latitudes y formaciones políticas, a quienes sólo les interesa tener mandatos eternos, o hasta que la muerte los alcance.
El concepto de esta música coreana, que se ha convertido en un fenómeno mundial, tiene sorprendentes paralelismos con Footloose. En los años duros y dictatoriales de Corea del Sur, sólo podía hacerse música para alabar al gobierno y exaltar la belleza, real o fingida, que vivía en la mente de los políticos.
La llegada de la democracia trajo un deseo de parecerse a los occidentales e ir forjando un estilo propio. Como sucede con la tecnología, partieron de ideas que en Estados Unidos y América Latina ya habían demostrado un gran éxito.
Un grupo de, más o menos, cinco efebos con bellezas diferentes para ser el sueño de cualquier mujer joven —y no tan joven—, con distintas habilidades para encajar en la mayoría de los estándares estéticos: si no recuerdan a Kevin Bacon de aquellos años, entonces pueden pensar en New Kids on the Block, NSYNC, o latinoamericanos como Menudo. Entre las estrellas del K-pop se encuentran los próximos Chayanne, quien sigue siendo el papá de todas; Ricky Martin, quien, según mi hermana del corazón, es el hombre más guapo que haya pisado la tierra.
Entre los integrantes de BTS están los amores platónicos de la nueva generación de mujeres de mediana edad. Curiosamente, el K-pop ha dado un paso mucho más grande en materia de inclusión, puesto que también existen grupos de mujeres que son el sueño de cualquier adolescente. Si en lugar de Kevin Bacon hubiera estado la versión femenina de Blackpink, tal vez tampoco me habría gustado la película, pero seguramente me habría divertido más.
El K-pop representa la nueva forma de presentarse de un pueblo que desea verse bonito, organizado y con una proyección hacia un futuro con formas de belleza suave, una estética que cualquier padre desearía para sus hijas. Plantea un país que rompió con una vida de estilo puritano, tal como lo hicieron los habitantes de Bomont, el pueblo imaginario que transformó Bacon con una sonrisa y unos pasos de baile dignos de cualquier cantante de K-pop.
Cuando estaba escribiendo este artículo, volví a ver Footloose con ojos adultos, y siguió sin gustarme; sin embargo, entendí que no es absurdo lo que plantea: los grupos de K-pop que mi pequeño hijo adora, y que parecen el soundtrack de cualquier videojuego, tienen los mismos valores estéticos que se le criticaban a la música en la película de la década de los 80 y si, han sido parte importante de la transformación de una sociedad.
Si usted se emocionó con esa película, le invito a que vea con indulgencia cómo sus hijos o nietos se emocionan con la música de Demon Slayer o quieren verse como figuras de anime. Todos en la adolescencia fuimos ridículos, como el hombre abstemio que hoy soy, y que se emocionaba leyendo a los poetas malditos mientras escuchaba Run to the Hills.