Por Sam Vasconcelos
A veces los viajes se planean con la mente… y otros, como éste, se deciden con el corazón. Marruecos fue una corazonada. Una necesidad de sol, de especias, de historias en las piedras. Y de volver a viajar con mi padre, ese compañero que no necesita brújula porque tiene intuición.

Llegamos a Marrakech una tarde de octubre, cuando el cielo empieza a teñirse de cobre y las calles respiran vida. Al salir del aeropuerto, el aire olía a flor de azahar y tierra tibia. Nuestro primer refugio fue el Riad L’Étoile d’Orient, en el corazón de la Medina. Aislado del bullicio, como un secreto bien guardado. El té de menta fue nuestra bienvenida, servido en vasos labrados con una ceremonia silenciosa. Desde su patio interior —todo mosaico, sombra y agua— Marrakech se sentía como una promesa cumplida.
De montes rojos y kasbahs milenarias

A la mañana siguiente, partimos con Morocco Sahara 4×4, un recorrido privado con un guía que más que conductor, resultó ser un narrador del alma bereber. En su camioneta —suave música árabe, risas, silencio— atravesamos el Alto Atlas, donde las montañas parecen custodios del tiempo. Cada curva nos revelaba pueblos detenidos en siglos, techos planos, adobe dorado y ventanas de madera tallada.
Nos detuvimos en miradores naturales donde el viento tiene sabor a historia. En cada parada, nuestro guía compartía pequeñas leyendas locales, sobre mujeres que tejían sueños y pastores que hablaban con las cabras. Todo era real, o quizá sólo profundamente verdadero.
Llegamos a Aït Ben Haddou, esa ciudadela de adobe suspendida entre historia y leyenda, Patrimonio de la Humanidad. Recorrimos sus callejones con nuevos amigos improvisados: una pareja de belgas, una fotógrafa francesa, un médico argentino. Almorzamos juntos bajo una parra: tajine de cordero, pan marroquí caliente, aceitunas y limones en conserva. Brindamos con Coca-Cola y dijimos “shukran” con intención. Ahí supe que el desierto se empieza a recorrer desde el corazón.
Merzouga: dunas, dromedarios y una luna inolvidable

El tercer día, Merzouga nos recibió con un horizonte dorado. Cambiamos maletas por mochilas y turbantes. Nos montamos en dromedarios justo antes del atardecer. Aquella travesía —una hora cruzando las dunas— fue como atravesar un sueño de arena. Mi padre sonreía como niño, yo también. El silencio del desierto no es ausencia de sonido: es presencia de todo lo esencial.
Llegamos al campamento de haimas al caer la noche. Nos esperaban con pan recién horneado, dátiles dulces, té con hierbabuena y una luna tan grande que parecía pintada. Dormimos bajo un cielo que respiraba estrellas.
Nos despertaron antes del alba. Subimos a la Gran Duna de Erg Chebbi en silencio. Desde la cima, vimos nacer el sol. No dijimos nada. Sólo nos tomamos de la mano. Ese instante —tan vasto, tan simple— quedó grabado como uno de los más puros de mi vida.
En casa de una familia marroquí: el alma de la hospitalidad

De regreso a Marrakech, hicimos una última parada que selló el viaje: fuimos invitados a casa de una familia local. Nos ofrecieron tostadas con miel de argán, fruta fresca, café espeso. El té fue servido con una gracia ancestral. Gracias a nuestro guía que fungió como traductor, reímos con sus bromas, aprendimos a decir gracias con las manos. La madre —vestida en telas color azafrán— cocinaba sin prisa. El padre, con orgullo, nos mostró su palmar. La abuela, silenciosa, nos miraba con ojos de almendra y siglos.
Hablaron de sus hijos, nosotros de nuestras vidas. Nos ofrecieron pan, y también su historia. Aprendimos a decir “bismillah” antes de comer, y descubrimos que compartir la mesa es también una forma de oración.
Marrakech: el caos que enamora

Volver a Marrakech fue reencontrarnos con ese caos vibrante que, lejos de agobiar, envuelve. Recorrimos el Zoco, donde cada esquina huele a especias, cada objeto parece querer contarte su pasado. Compramos canela, cúrcuma y 17 especias más. Y visitamos boutiques de diseño escondidas en riads de ensueño, donde túnicas de lino y perfumes de ámbar contaban su propia narrativa. Para un par de apasionados de las compras como nosotros, este bazar resultó una gran diversión.
Cerramos el viaje con una cena en La Mamounia. Mármol, jardín iluminado, jazz en vivo. Pedimos couscous con cordero cocido a fuego lento, pastilla de pichón con canela y almendra, vino tinto marroquí. Brindamos y agradecimos por los caminos recorridos y por el privilegio de estar vivos y juntos.
Volver a casa… pero diferentes

La última mañana, el sol doraba los techos desde la terraza del riad. Tomamos café fuerte y miramos Marrakech respirar. Aquel viaje no nos trajo sólo recuerdos: nos devolvió algo del alma. Nos reconectó. Porque hay experiencias que te enseñan que lo más valioso no se compra, se vive. Como mirar a tu padre a los ojos y ver en ellos la misma luz de cuando eras niño… ahora, en un rincón del mundo, contando estrellas desde la arena.
TIPS DE VIAJE:
- El requisito de la ETIAS para ingresar a los países europeos entrará en vigor en 2026; sin embargo, te recomendamos que, antes de viajar, lo consultes en los teléfonos de las Embajadas de aquellos países que vas a visitar, dado que puede cambiar sin previo aviso.
- Un destino como éste, es mejor si se recorre de la mano de un guía, ya sea dentro de un tour, o uno privado –contratado directamente con los hoteles o con tu agencia de viajes (@goforit_viajes).
- Para los tours y paseos por la ciudad, lleva una backpack (cárgala al frente de ti) para guardar una botella de agua, cartera y compras.
- Marrakech es una ciudad segura, sin embargo, procura no recorrerla solo por las noches.
- En Marrakech no es necesario que las mujeres se cubran los hombros ni las piernas debajo de las rodillas.
- En los mercados es muy común regatear, no te avergüences, es el pan de cada día para los vendedores marroquíes.
- Los “encantadores de serpientes” o Aïssawas pueden cobrarte si les tomas fotografías, aunque no te hayan avisado.
De compras en Marrakech

Mustapha Blaoui: Entrar a esta tienda es como descubrir un palacio escondido. Desde lámparas de latón hasta alfombras bereberes, muebles antiguos y arte contemporáneo. Todo está bellamente desordenado… como debe ser.
33 Rue Majorelle: Boutique moderna, a un paso del Jardín Majorelle. Moda, diseño y arte de jóvenes talentos marroquíes. Ideal para quienes buscan piezas únicas con historia.
Boutique del Royal Mansour: Dentro de uno de los hoteles más lujosos del mundo. Kaftanes de seda, perfumes artesanales, objetos refinados que combinan tradición y lujo.
Dónde comer como marroquí
Nomad: En el corazón de la Medina. Cocina marroquí reinventada: tajine de pescado, cuscús de coliflor, ensaladas con granada. Terraza con vistas espectaculares.
Le Jardin: Oasis escondido tras una puerta anónima. Carta con platos tradicionales y toques modernos. Ideal para descansar del bullicio.
Dar Yacout: Una experiencia completa. Entrada por callejones mágicos, cena de múltiples tiempos, música en vivo y decoración de ensueño.
