Gran Hotel. Habitación 101: The Plaza New York

Por Nicolás Alvarado
Champagne Bar del Hotel Plaza Nueva York.
Champagne Bar del Hotel Plaza Nueva York. / Cortesía del hotel.

Scott Fitzgerald, quien residía en él cada que su presupuesto se lo permitía (es decir de manera más bien esporádica), solía coronar sus habituales borracheras con un clavado en la fuente que se alza ante la fachada. Marlene Dietrich colgó sus Diors en uno de sus clósets el tiempo suficiente para bordar a mano el vestido de la cuna de su primer nieto. Una mañana de 1964, la recepción se negó a aceptar dos enormes cajas de regalo, dirigidas a los huéspedes Lennon, McCartney, Harrison y Starkey: una vez abiertas resultaron contener a sendas chicas, empeñadas en conocer muy de cerca a los Beatles. Súmese a esta lista a Frank Lloyd Wright –que fijó en el hotel su residencia durante la construcción del Guggenheim–, a Truman Capote –quien ofreciera en el Grand Ballroom su legendario Baile Blanco y Negro– y, en tiempos algo más recientes, a Sarah Jessica Parker –que, neoyorquina paradigmática aun si adoptiva, habría de celebrar sus 40 en idéntica sede– y el registro del Plaza de Nueva York bien puede ser tenido por aquel que consigna más visitantes notables en el orbe y en la historia.

Ninguno de ellos, sin embargo, es mi residente temporal favorito del Plaza. Tan dudoso honor habrá de recaer en una colonia de amebas, gracias a cuyo malhadado capricho pude anotar a edad temprana mi modesto nombre en tan ilustre lista. Me explico.

1983. Abordaba yo un avión rumbo a París, donde debía pasar unas vacaciones en compañía de mi madre y mi abuela. He aquí, sin embargo, que el vuelo hacía escala en Nueva York. Y he aquí –o, mejor, ahí– que durante la primera parte del trayecto mi abuela no se había sentido bien: acusaba una cierta debilidad, una incierta fatiga. Preocupada (aunque ignorante aún del dicho quiste de amebas que habría de mandar a su progenitora al hospital un mes después), mi madre le propuso ahorrarse otras ocho horas de vuelo y quedarnos en Nueva York. Y así lo hicimos. Sólo que, claro, carecíamos de reservación de hotel. Mi madre, muy confiada, pidió al taxi que se dirigiera al Pierre, tan elegante, tan sobrio, tan pequeño que resultó carecer de alojamiento para nosotros. Oficioso, el recepcionista se ofreció a buscarnos alternativa; mi madre le pidió probar el St. Regis, con idénticos resultados. Fue entonces cuando me atreví a aventurar una sugerencia: ¿y si intentábamos en el Plaza? (¿Cómo sabía yo de su existencia a mi edad? Sencillo: ahí vivía Eloise, la malcriada y encantadora heroína de los libros infantiles de Kay Thompson, que había yo devorado apenas unos meses antes.)

Al Plaza fuimos a dar y ahí viví mi primer romance con un edificio. Cierto: la arquitectura beaux arts resultaba algo ostentosa –incluso para mis ojos de 8 años– pero nada competía entonces con el Plaza en garbo, en solera, en esplendor. Tomé el té (y un pastel Selva Negra cuyos efectos siguen discernibles en mi silueta 42 años después) en el Palm Court, salón emblemático presidido por cariátides hieráticas, y me supe por fin en casa. Tanto así que cuando, en 2004, la desarrolladora inmobilaria ElAd, nueva dueña del hotel, amenazó con convertirlo en un edificio de apartamentos, sumé mi firma a la de cientos más en un sitio web de protesta.

Ganamos. Presionada, ElAd se vio obligada no sólo a mantener 282 habitaciones hoteleras sino a dar nuevo lustre a los espacios públicos. Hoy el Palm Court ha recuperado el emplomado que ostentara hasta una ingente remodelación en los años 40, y el Champagne Porch –un bar de champañas desaparecido con la Prohibición de 1920– ha regresado bajo el nombre de Champagne Bar

El Plaza centenario refulge otra vez. Acaso demasiado –es un Plaza para el siglo del bling– pero nada hay de qué preocuparse: es la pátina el destino irremisible del oropel.

Mejor: como la champaña que hoy liban sus afortunados huéspedes y visitantes, efervesce. 


Nicolás es escritor, comunicador y promotor cultural. Ha escrito los libros de ensayo  Con M de México y  La Ley de Lavoisier, así como las obras de teatro Cena de Reyes Te vuelvo a marcar. Ha trabajado en medios impresos, electrónicos y digitales. Es productor general de la compañía Teatro de Babel y de su festival internacional de dramaturgia contemporánea DramaFest, y asesor de la FIL Guadalajara. Colabora en El Heraldo –con el podcast La Pinche Complejidad y una columna semanal–, en Latinus y en la edición mexicana de Esquire.
Nicolás es todo un ejemplo de estilo al viajar… y al vivir.